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Cubrebocas, lo usamos diario pero, ¿conoce su historia?

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*Sí, la pandemia lo convirtió en un accesorio indispensable para evitar contagios de coronavirus. Aquí le presentamos su origen e historia

El cubrebocas como un accesorio fundamental para prevenir la transmisión de enfermedades respiratorias virales, en específico el contagio del SARS-CoV 2, está ahora presente entre la gente de todo el mundo.

Cuando la Organización Mundial de la Salud declaró la pandemia, al principio solo recomendaba el uso del cubrebocas a los trabajadores de la salud, sin embargo en el mes de junio del 2020 anunció que la evidencia reunida hasta ese momento era suficiente para recomendar su uso en la población general.

Ya en la antigüedad, según relata el escritor romano, Plinio El viejo, se usaba una especie de mascarillas protectoras, que se hacía con piel de la vejiga de animales y en el siglo XVI, Leonardo Da Vinci propuso que se utilizara tela mojada sobre el rostro, con la idea de prevenir la inhalación de ‘sustancias químicas tóxicas’.

Este peculiar protector facial, es uno de los más antiguos y fue creado en Alemania o Austria entre mediados del siglo XVII y mediados del XVIII como una medida de protección para los médicos que atendían a los infectados por la plaga, enfermedad que se desató en Europa en la década de 1340 y continuó golpeando al continente durante siglos. Estaba confeccionada de terciopelo, cuero y ojos de cristal y el doctor también llevaba una larga bata y unos guantes gruesos.

El respirador de humo patentado por Loeb, inventado hacia 1875 y utilizado por el Departamento de Bomberos de Brooklyn, Nueva York, estaba equipado con un elemento filtrante, situado en la parte delantera de la máscara, que contenía carbón vegetal y lana empapada en glicerina (Held, 1974). El aparato estaba suspendido de una ventana con marco metálico provista de una rejilla protectora y un limpiador de visera, que colgaba del casco. Se suponía que una bombilla colocada en la cabeza del usuario proporcionaba “esencias fortalecedoras de los nervios” cuando se apretaba. En otras palabras, se decía que proporcionaba valor al usuario si perdía los nervios mientras luchaba contra el fuego. Otra bombilla que se apretaba en la cintura estaba conectada a un silbato para que el portador pudiera alertar a sus compañeros si necesitaba ayuda. Este dispositivo tenía una cuerda conectada desde el borde del sombrero a un gancho en el cinturón del usuario para evitar que el casco se cayera. Una cuerda guía de arrastre y una capucha hermética completaban el conjunto del respirador. El anuncio del Fireman’s Herald declaraba que este dispositivo “…protege los órganos respiratorios de los efectos de las mezclas nocivas del aire, como los vapores, las emanaciones y el humo”.

Uno de los primeros aparatos de protección para bomberos de tipo filtrante fue la máscara antihumo Nealy, que se patentó el 18 de septiembre de 1877. Esta máscara fue descrita en el Fireman’s Journal del 8 de diciembre de 1877 como un valioso invento que consistía en una gorra equipada con una máscara que se ajustaba firmemente a la cabeza. La visión era posible a través de unos ojos en la máscara hechos de mica o vidrio. Había una boquilla cónica con una tapa abatible, que podía abrirse para hablar. Con la tapa de la boquilla cerrada, se protegían los pulmones y los ojos, ya que se inhalaba aire filtrado a través de dos tubos de goma conectados a un único filtro de aire o a una serie de filtros de aire consistentes en material de esponja humedecido que se llevaba en el pecho. Los filtros estaban conectados a una bolsa de agua de goma que se podía apretar para mantener los filtros humedecidos.

El respirador para bomberos Vajen-Bader, tal y como aparece en la edición del 30 de julio de 1896 del Fireman’s Herald, estaba hecho de un casco de cuero forrado con piel de oveja, que tenía un pequeño cilindro de aire comprimido en la parte posterior. Se anunciaba como “…A prueba de fuego, humo, gases, humos venenosos y malos aires. Ver claramente. Oír claramente y respirar libremente durante una o dos horas. Sin ningún tipo de estorbo”. Sin embargo, las pruebas realizadas por Siebe Gorman en Inglaterra determinaron que cinco minutos de respiración eran más precisos.

Entre 1900 y el inicio de la Primera Guerra Mundial se desarrollaron pocos modelos nuevos de respiradores, no obstante a Louis M. Muntz se le concedió una patenee para su respirador. Éste, tenía una caja equipada con un filtro que consistía en una esponja llena de agua y carbón. Una válvula de exhalación situada en el lado de la caja del filtro con una válvula de inhalación en la parte delantera. Ambas válvulas eran aletas metálicas con bisagras. La válvula de inhalación se abría hacia dentro durante la inhalación y se cerraba durante la exhalación, mientras que la válvula de exhalación funcionaba a la inversa.

Sin embargo, la idea como tal de que una enfermedad puede transmitirse de una persona a otra existe desde el siglo XVI en tanto que “teoría médica seria”, como explica William Summers, experto en historia de medicina de la Universidad de Yale. En esa época, las mascarillas eran una especie de amuletos destinados a alejar ‘malas influencias’. Aunque a mediados del siglo XIX, la identificación de los microbios permitió elaborar “teorías de los gérmenes” para explicar los mecanismos de infección.

En los quirófanos, las mascarillas estuvieron presentes desde 1890, cuando en Hong Kong emergió la peste negra. Aquella pandemia, que se le denominó ‘la peste China’ o ‘peste bubónica’, llegó a Manchuria en 1910, con una tasa de mortalidad de casi el 100 por ciento.

Pero entonces el doctor, Wu Lien Teh -originario de Malasia y formado en Cambridge- intentó convencer a sus colegas de que la peste no era solo bubónica y se transmitía mediante la mordedura de pulgas infectadas, sino también pulmonar. Esa propuesta, es su momento fue muy novedosa, incluso escandalosa. Al pensar que un contagiado, podría propasar la enfermedad.

No fue hasta la muerte del médico francés, Gérald Mesny, quien no tomó con seriedad las ideas de Teh y visitó un hospital sin protección alguna, tras lo cual falleció. Entonces, todos tomaron con seriedad aquella idea, debían protegerse.

Fue en la Primera Guerra Mundial cuando se usaron gases químicos como arma. Se calcula que estos provocaron la muerte de unas 90 mil personas. Ambos bandos tuvieron que ingeniar máscaras antigás para evitar el exterminio de sus ejércitos.

En aquella época el uso de la mascarilla se generalizó ante el temor de los gases como una amenaza invisible, pero presente. Como se puede apreciar en la imagen, del equipo de rugby que se muestra a continuación.

Era la primavera del año 1918 cuando se propagó la gripe española, fue entonces un momento en que los cubrebocas se convirtieron en un accesorio de uso común. Aquella enfermedad arrasó con más de 50 millones de personas, un número superior a las muertes registradas durante la Primera Guerra Mundial.

A diferencia del virus actual, la amenaza a la que se enfrentaba en Reino Unido en el verano de 1940 era una destructiva maquinaria de guerra nazi que en cuestión de meses había arrasado la mayor parte de Europa occidental. Gran Bretaña era la siguiente en el punto de mira de Hitler y un ataque aéreo con gas era lo que más temía el gobierno.

No obstante, el Zyklon B, gas que usaron los nazis en los campos de exterminio para ejecutar la Solución Final no fue utilizado contra las posiciones enemigas.

Se le llamó La Gran Niebla, pero era producto de la contaminación y en aquel momento mató a 4 mil personas en solo días y contribuyó a un total de 12 mil fallecimientos. Debido a este problema de la mala calidad del aire, las hospitalizaciones aumentaron en un 50 por ciento y las admisiones en más del 150 por ciento. La gente utilizó cubrebocas de tela de manera rutinaria, para protegerse.

Era un época histórica en la que las familias se reunían alrededor de fuegos en los que quemaban carbón; las centrales eléctricas también alimentadas a carbón estaban asentadas en el río, en el corazón de la ciudad. Esa situación propició que el gobierno dictaminara la Ley de Aire Limpio de 1956 donde se establecieron “áreas de control de humo”, a los residentes se les dieron subsidios generosos para convertir sus estufas a combustibles sin humo, y centrales eléctricas fueron desplazadas lejos de las zonas urbanas y convertidas a gas, más limpio.

Durante la segunda mitad del siglo XX se vivió una amenaza inminente de un enfrentamiento nuclear entre Occidente y la entonces, URSS. Por lo que este prototipo de mascarilla antigás GP-5 de manufactura soviética se repartió entre la gente en 1962 con el objetivo de que se protegieran de la radioactividad. Tenían un efecto protector de 24 horas.

Dedicado por varias décadas a la ingeniería de materiales y a la cátedra universitaria, Peter Tsai, de 68 años perfeccionó una tecnología basada en fibras no tejidas, que origina una carga electrostática y repele el 95 por ciento de partículas, entre ellas, virus que son transportados en microscópicas gotas de saliva en el aire.

La mascarilla KN95 se produjo cuando lideraba un equipo de investigación en la Universidad de Tennessee en 1992. Su objetivo era desarrollar una tecnología de carga electrostática, casualmente llamada carga de corona, para filtrar partículas no deseadas. Su invención finalmente se convirtió en la base de la mascarilla N95.

Con la pandemia que generó el coronavirus el uso del cubrebocas es obligatorio, cuando menos en nuestro país. Mucha gente usa mascarillas desechables, aunque la recomendación en esos casos es utilizarlos máximo cuatro horas, pero hay quienes optan por los lavables, para reutilizarlos. Tan solo el año pasado, el cubrebocas fue la prenda más buscada y adquirida en el mundo. Ahora bien, lo importante es usarlo de manera correcta para conseguir la protección adecuada.

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